29 de noviembre de 2005

Tu gato (o mi confesión)

Así que fue eso. Tan simple, tan prosaico, tan y tan vulgar. Eso. Sin más razones que aquella nadería. Que se iba. Que me dejaba de una vez por todas. Sin más motivo que aquel estúpido felino de ojos verdes satánicos. Que lo nuestro había acabado. Que matar a su gato fue una monstruosidad por mi parte. Que...
En fin, no sé de qué me extraño. Siempre fue así de maniático en el cuidado de sus pertenencias. Sus libros impecablemente alineados en la estantería. Su ropa clasificada por colores, por texturas, sus calcetines plegados bajo protocolo. Se ponía como una furia si alguien desbarataba su orden personal, si faltaba su cepillo de dientes, si alguien había tomado prestada su radio-despertador. Y aquel maldito gato, para colmo, era la niña de sus ojos.
Yo, la verdad, nunca pude soportarlo. Para mí siempre fue una sombra siniestra que acechaba malignamente nuestra relación. La marca de sus uñas en la camiseta que le regalé. Aquellas zapatillas que tejí para él, destrozadas por sus finos y crueles colmillos. Y esos luceros encendidos en la noche, clavados en mis pupilas cuando él y yo hacíamos el amor.

La idea de deshacerme de su mascota surgió pronto en mi mente, casi al principio de nuestra relación. Primero como un juego, nada más. Poco a poco, fue afirmándose en mi interior. Al cabo de unos meses estaba decidida.
Más difícil fue idear el método. Habría de ser algo limpio, discreto, pero a la vez esmerado, sutil, algo brillante.
Fue un día, casi por casualidad, cuando hallé la manera. Por aquella época solía asistir a todo tipo de actos culturales. Esa tarde, en una soporífera conferencia sobre la literatura del romanticismo y no sé qué majaderías, cuando me debatía entre el sueño y aquel aburridísimo lector que nos torturaba con Bécquer a pleno pulmón y mi pupila en tu pupila azul, apareció el plan en mi cabeza. No sé, quizá lo soñé. Quizá sus maquinales palabras rozaron mi inspiración. Consumí el tiempo que restaba de conferencia en hilvanar mi idea. Poesía eres tú y cada detalle de mi venganza cobrando forma. Mi estrategia era perfecta. Casi perfecta.

Aquella misma noche, comencé su ejecución, lenta, cruel, la venganza perfecta.
Cuando él salió a hacer footing, como cada día, me arrimé al gato. Lo atraje con zalamerías, con carantoñas, no había manera, con un pedazo de jamón finalmente. Creo que al principio recelaba de mí. Lo tomé entre mis brazos, lo acuné en mi regazo. Cuando su ronroneo mecánico invadió todo el salón, cuando su vulnerabilidad era máxima, entonces comencé mi ataque.
Suave, tierna, casi sensualmente, susurré, con mis labios en sus pérfidas orejas puntiagudas, mil historias inventadas al momento. Aventuras de valientes gatos que acaban con jaurías enteras de perros, platos humeantes, suculentos ratones, repipis mininas maullando coquetamente...
No tardaron en revelarse los efectos. Aquel infeliz se dejaba seducir por el arrullo de mi voz en sus oídos, caía lentamente dormido, su cuerpo comenzaba a vibrar al compás de mis aventuras. Se escapaban de sus fauces de felino potentes rugidos cuando mi relato le llevaba a una cacería, ronroneos de placer ante los encantos de mis gatitas imaginarias, secreciones gástricas dedicadas a aquellos manjares de roedor.
¡Mi plan funcionaba! Era tan simple, diría que tan sencillo que podría llamarse genial.

Desde aquella noche, día tras día, semana tras semana, susurré en sus oídos cientos de cuentos, de historias, incluso poemas de gatos, que hacían vibrar su imaginación, que lo estremecían en sueños.

Creo que aquel gato vivió su más feliz época entre mis brazos. Empapado de sudor tras felinas persecuciones policiales, erizado hasta el último pelo tras amores que lo dejaban exhausto, tiritando hasta los huesos de frío y de emoción tras grandes viajes transoceánicos.
Con el tiempo, me fui perfeccionando. Llegó a agradarme toda aquella comedia. En el trabajo, dedicaba gran parte del día a escribir las más apasionantes aventuras que nadie concibió jamás para un gato.
No mantengo una clara noción del paso del tiempo en aquella época. Mi vida se centró de tal modo en mi venganza que no podría decir si pasaron tan sólo unos pocos meses o varios años.
Disfrutaba tanto al verlo sujeto a mis caprichos literarios. Creo que incluso llegué a cogerle cierto cariño a aquel animal. Quizá tan solo simpatía. Alguna forma de apego.
Sin embargo, no me dejé seducir por estos sentimientos. Mi plan, como todo plan, tenía un objetivo que cumplir.
Presentí que se acercaba la fecha. El gato se había convertido en una sombra de mis historias. Apenas comía si no era en sueños, alentado por mis relatos, apenas caminaba si no era en su imaginación, si no era en mi imaginación que le prestaba tan sólo una hora escasa cada día. Esos minutos se convirtieron en su pan y su cama, en sus instintos y en su única razón de existencia.

Planeé el gran día con mucha antelación. Escribí decenas de borradores, que desechaba por demasiado extensos, por demasiado breves, por increíbles, por insulsos, por mezquinos, por morbosos...
Por fin lo tuve entre mis manos. El Relato. La Gran Aventura.
Aquella noche no escatimé mimos, carantoñas, arrumacos, cuando él se fue a su habitual footing y el gato y yo nos quedamos solos, en esta especie de intimidad, de mutua necesidad que habíamos creado. Subió a mis rodillas, zalamero, anhelante.
Con todo lujo de detalles le relaté mansamente la que sería su última gran aventura. No escatimé en efectos visuales, en metáforas tan crudas, en ritmos galopantes de mi voz y cadencias trepidantes.
Le conté....
Cómo una fría noche de invierno tú, gato, subes a mis rodillas, tierno, confiado. Cómo yo, entre susurros seductores te acaricio, intensamente, casi dirías que con fuerza, cómo presiono entre caricias tu frágil garganta, cómo un placer intenso que ahora se mezcla con dolor sube desde la punta de tu rabo por toda tu espina dorsal. Dolor, dolor, cómo te agitas en mi regazo, en vano. La mano que te atenaza presiona cada vez más y más. Cómo se nubla tu mente, cómo pierdes uno a uno todos tus sentidos, cómo finalmente caes rendido, exánime, inerte, sobre mis pies.

Aún hoy, a pesar de los muchos años que han pasado, noto aquel ser blando, desarticulado, sin vida, resbalando hasta mis zapatillas de fieltro, justo en el instante en que yo sellaba con un silencio final mi última gran historia.
Aquella noche él volvió de su diario footing. El gato yacía congestionado en el suelo.
Recuerdo su cara desolada, mis mentiras inocentes.
Lo encontré así, le juré mil veces, cuando llegué del supermercado con mi bolsa de la compra llena de Wiskas.
Asfixia nerviosa, diagnosticó el veterinario, ante su ridícula insistencia en analizar la causa de tan repentina muerte. Por estrés, este tipo de cosas pasan, señor.

Después de este día, la rutina regresó a nuestras vidas. Todo volvió a la normalidad, Nuestra relación andaba unos días arriba, unos días abajo, como lo hacen todas. Trabajábamos, salíamos a pasear, íbamos a la compra. A veces, sólo algunas veces, echaba de menos tantas historias que escribir, sus maullidos coreando mis relatos, su hocico húmedo pidiéndome una más, una sola historia más cada noche.

Todo fue normal hasta el día en que lo encontró. Maldito fallo. El último borrador de la gran historia final, arrugado tras el sofá. Incluso me acusó de cometer con mis propias manos todas aquellas atrocidades. Como una vulgar, como una cualquiera. Como si yo no tuviera clase. Qué ofensa a mi genio.
Y fue entonces cuando se marchó.
Lástima que aquel ridículo error me delatara.
Lástima que se lo tomara tan a pecho. Siempre lo dije: era tan susceptible en lo que a sus cosas se refería...

1 comentario:

prefierobollitos dijo...

Cuentame mil cuentos...tenme a tu merced...